Josh O’Connor brilla en un robo que se desmorona entre idealismo y tedio.

Voy a llegar a una conclusión como cuando rompes con alguien y dices: “No eres tú, soy yo”. Pues eso me pasa con Kelly Reichardt. No conecto con su cine, por más que lo intento. Tiene cosas buenas —y las veo—, pero simplemente no me dice nada. Lo siento.
Ambientada en Massachusetts en 1970, The Mastermind sigue a J.B. Mooney, un carpintero desempleado que idea el robo de cuatro pinturas del artista Arthur Dove en un pequeño museo local. Aunque el golpe resulta un éxito inicial, pronto todo se desmorona. Dicho esto, hay mucho que me gusta de The Mastermind. Para empezar, Josh O’Connor está excelente haciendo de ladrón. Es un actor que me motiva mucho: elige proyectos interesantes, a la chita callando, y siempre aporta algo distinto. Ya lo tuvimos de ladrón en la maravillosa La Quimera, una de las películas que más me ha marcado en los últimos años, y que recomiendo muchísimo. Aquí vuelve a brillar.
Y me gusta mucho el contexto en el que está ambientada la película: esa América de mediados de los 70, entre el fin de los hippies y el comienzo de la era Reagan, con Vietnam todavía en el aire, el país dividido y la televisión reflejando un malestar general. Es muy inteligente situar la historia ahí, más aún con el clima político actual de Estados Unidos.
La historia en sí también me atrae: un robo mínimo, casi doméstico, de esos que podrían planear tus vecinos. Todo parece una tontería hasta que se va completamente de las manos. Es una romantización de lo cotidiano, de un tipo corriente que no tenía plan B y se ve sobrepasado por las consecuencias. Hay un encanto en esa idea.
Pero mi problema con Reichardt es el de siempre: me cuesta muchísimo conectar. No conecté con First Cow y me ha pasado exactamente lo mismo aquí. De hecho, he recuperado mis notas de entonces y ponía:
“Película reflexiva y austera, pero que requiere toneladas de paciencia y, sobre todo, mucha cafeína por la ausencia de ritmo.”
Literalmente, podría copiar y pegar esa frase aquí.
The Mastermind no llega al extremo de First Cow, pero también me ha costado mantener la atención. La vi en el cine, pero enseguida me encontraba pensando en cualquier otra cosa. Hay momentos bonitos, pero el ritmo es tan plano que acabas deseando que termine.
Hay muchas cosas que me gustan, pero no sé hasta qué punto compensan esa falta de pulso narrativo.
Por cierto, me hizo gracia ver a Alana Haim en el reparto. Curioso verla aquí y también en Una batalla tras otra, dos películas que, a su manera, adaptan temas parecidos: la fragilidad del idealismo y el peso de la decepción.
Volviendo a la película: entiendo perfectamente a quien le fascine, porque tiene muchos valores cinematográficos. Pero a mí se me ha hecho muy mona y plana. Ese minimalismo tan exigido, tan realista, termina resultando… demasiado real. Es como asomarte a la ventana y mirar a tus vecinos. Y yo voy al cine precisamente para lo contrario: para sentir emoción, intensidad, algo más grande que lo cotidiano.
Así que, aunque respeto totalmente la propuesta de Reichardt, conmigo no conecta.
Una película elegante, inteligente y bien interpretada, pero tan minimalista y austera que termina por desconectarte. No es ella, soy yo.
