Querer simpatizar con Megalópolis antes de verla es muy sencillo. Se trata de la gran obra de uno de los cineastas más importantes de la historia del cine y patriarca de una (puede que “la”) familia más influyente del séptimo arte: Francis Ford Coppola.
Coppola lleva décadas hablando y tratando de levantar este proyecto, un proyecto que siempre terminaba viniéndosele abajo hasta el punto que todo apuntaba a ser el “heart of Darkness” de Orson Wells, el “Napoleon” de Stanley Kubrick, “El Génesis” de Bresson… esa película que los grandes genios llevaban dentro y nunca consiguieron sacar adelante. La avanzada enfermedad de Eleanor Coppola, mujer de Francis y ancla de toda la familia ha sido el desencadenante de que el director quisiera vender sus exitosos viñedos para financiar su obra en sus propios términos. Eleanor falleció antes del estreno de la obra a la que esta dedicada.
Ésta es la carta de amor de un director que ama el cine. Es imposible no tener simpatía y admiración por la película antes de verla… el problema es cuando la ves.
Megalópolis es una mezcla inconexa de ideas, formatos y géneros con escasa conexión y que hace que muchas veces te preguntes ya no sólo qué estás viendo sino por qué lo estás haciendo. Es tosca, dispersa y ahogada en su propia autoconsciencia. Megalopolis contiene algunos de los momentos más bochornosos del cine reciente y que todo parezca el delirio de un hombre de 85 años contando una historia y perdiéndose cada cinco minutos saltando de una cosa a otra sin determinada brújula o precisión.
La película hace un paralelismo entre Estados Unidos y el Imperio Romano donde sus habitantes se cegaron por la lujuría y sus mandatarios por la búsqueda de poder y placer. Un paralelismo que bien llevado podría dar cabida a una obra maestra. En medio de este Nuevo Imperio hay un arquitecto con ideas para desarrollar una nueva ciudad olvidando lo viejo que lucha frontalmente contra un alcalde que tiene miedo del cambio y el futuro. Este arquitecto puede detener el tiempo (no sabemos ni por ni para qué) y mantiene una relación la hija del alcalde que es la única que puede ver este poder.
La historia del rodaje cuentan que el equipo estaba perdido sin saber muy qué estaban haciendo y que los planes cambiaban de un momento para otro desembocando en dimisiones de casi todo el equipo creativo y técnico al completo y acusaciones de trato indebido (negadas por el director). Es fácil ver por donde vienen los tiros vista la cinta ya que todo culminó en un pase en Cannes y otro pase de explotación a distribuidoras con sonoros abucheos y abandonos.
Ahora ya nos llega la cinta a las salas y se confirma que Megalópolis es en realidad Megaflópolis.
Es fácil distraerse dentro del mundo de Megalopolis porque hay una serie de tangentes, muchas de las cuales tienen más que ver con las aparentes obsesiones de Coppola con la sociedad contemporánea (la tecnología utilizada para el mal, las adquisiciones corporativas, la cultura de la cancelación) que con la trama de la película.
Megalópolis se presupone como una fábula, quiero esto significar lo que quiera el espectador o creador pero sin lugar a dudas hay cierta libertad en los diálogos y en el sentido de ellos cuando rompen a declinar Shakespeare porque sí o se embarcan en soliloquios que nada tienen que ver con la escena. Todo parece válido. Hasta Shia Lebouf jugando a ser un actor de teatro de barrio. Y no uno bueno.
No sabemos muy bien de dónde vienen las habilidades del protagonista, o por qué las tiene. Hay personajes que aparecen y ya no se desarrollan en absoluto para ver después en un flashback que han muerto. Incluso hay todo un segmento sobre la venta de la virginidad de una pseudo Taylor Swift que parece querer hablar de la cultura de la cancelación pero no. Hay un material llamado Megalón que parece revolucionario y no sabemos muy bien qué hace e incluso una sociedad futurista que acaba con los problemas futuristas gracias a transportadoras eléctricas que parecen hechas de agua que no moja.
40 años le ha llevado a Francis Ford Coppola hacer esta película y eso es lo que parece que dura la experiencia del visionado. Coppola parece haber dicho “he sufrido por mi arte y ahora os toca a vosotros”.